
No nos enseñan mucho sobre la paciencia, esa es la verdad. Se nos habla de ser pacientes recién en los momentos en los que se hace demasiado evidente que estamos perdiendo la calma, por lo que la pobre termina asociada a la situación límite, a la desesperación, a la medida de auxilio cuando ya no hay nada más que hacer.
Pero lo cierto es que la paciencia es necesaria en toda espera, y la espera es parte fundamental de todo proceso que se preste de tal. El de escribir (un proyecto de largo aliento como puede ser una novela, o el ejercicio sostenido de la escritura) no es la excepción. En sus puntos altos y en los altibajos, paciencia y esperar.
Pero, como consecuencia de su mala fama, la espera es considerada como tiempo muerto o perdido. En nuestro imaginario, si pensamos en alguien que espera, suele estar quieto, de brazos que solo descruza para mirar el reloj, resoplando, maldiciendo, y que cuando recobra el movimiento es para caminar en círculos sin llegar a ningún lugar. Es comprensible. Insisto, no nos han enseñado ni a cultivar la paciencia ni a hacer algo nutritivo durante la espera, que podría ser lisa y llanamente vivir ese tiempo al que estamos matando o dejando perder.
Desde chica tengo la costumbre de anotar frases que leo y me resuenan en cuadernos o libretas y, desde chica también, me siento afectada por la “intranquilidad producida por algo que molesta o que no acaba de llegar”, es decir, según la RAE, por la impaciencia. Será por eso que un día en que no puse fecha pero notoriamente de hace varias letras manuscritas atrás, anoté un proverbio persa que decía que la paciencia era un árbol de raíz amarga pero de frutos bien dulces.
En su libro De qué hablo cuando hablo de escribir, el célebre autor japonés Haruki Murakami afirma que escribir una novela no es algo particularmente difícil. Es más, dice él, escribir una o dos buenas novelas puede resultar sencillo para casi cualquiera. Ahora bien, aclara, “escribir novelas durante mucho tiempo, vivir de ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil. No sé cómo explicarlo de forma precisa, pero para lograrlo hace falta algo especial. Obviamente se requiere de talento, brío y la fortuna de tu lado, como en muchas otras facetas de la vida, pero por encima de todo se necesita determinada disposición. Hay quienes nacen con ella y otros la adquieren a base de esfuerzo.”
Durante el primer capítulo titulado De vocación, novelista. ¿Son los escritores seres generosos?, Murakami da vueltas sobre el asunto de esa disposición que se tiene o no se tiene para quedarse dando pelea en el que llama “el ring de los escritores”. Habla sobre el largo proceso que puede implicar el encontrar las palabras justas para expresar lo que se quiere decir. Sobre que “una idea o mensaje puede llegar a tardar medio año hasta tomar la forma de una novela” porque la narración “es un vehículo que se desplaza poco a poco”. Sobre que los escritores “son seres necesitados de algo innecesario. Sin embargo, en ese punto indirecto o innecesario existe una verdad por muy irreal que pueda parecer”.
En este punto, detengo la lectura del libro para releer una de las acepciones del diccionario que más me gusta de la palabra paciencia y que hace sólo unos días anoté en mi cuaderno: “facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho.” Y supongo que esa necesidad irrelevante que tenemos quienes escribimos; ese tiempo invertido en algo que nadie espera; esa búsqueda por momentos ciega pero nunca sorda a aquello que se nos está diciendo por dentro, es algo que se desea con el fervor suficiente como para estar dispuestas y dispuestos a desarrollar la facultad necesaria de esperar.
Olvidemos la imagen de la quietud y los brazos cruzados. Olvidemos, incluso, la del reloj. Sobre todo esa. Sí, existen las fechas límite, los calendarios de concursos, los horarios y los plazos. Existen las categorías por las que se establece, por ejemplo, cuándo se es joven promesa, escritor novel o escritora consagrada. Pero en nuestra vida diaria, en el escritorio de cada quien, si ese deseo de esa verdad innecesaria pero real persiste, necesariamente nos tenemos que olvidar de todas esas imágenes y aprender todo lo que no se nos enseñó sobre la paciencia.
Yo les cuento, por ejemplo, que hay otras acepciones bien interesantes de la palabra: “resalte inferior de una silla de coro, de modo que, levantando aquel, pueda servir de apoyo a quien esté de pie”, o la de “bollo redondo y muy pequeño hecho con harina, huevo, almendra y azúcar cocido al horno”. Las dos me parecen muy interesantes para cambiarnos la visión acerca de la paciencia. La primera, para darnos cuenta de que contar con ella es un gran apoyo para los momentos en los que nos cuesta sostenernos de pie, en que necesitamos descansar la postura pero sin bajar la guardia; la segunda, para pensarla como algo dulce en sí misma, porque mientras se espera, cuando no se desespera, se puede una encontrar con la sorpresa de lo inesperado, que es material mucho más rico sobre el que escribir.
Tras todas sus vueltas sobre el asunto, Murakami concluye en el capítulo que “escribir novelas responde a una especie de mandato interior que te impulsa a hacerlo. Es pura perseverancia y resistencia, apoyadas en un prolongado trabajo en solitario. Me atrevo a decir que son las cualidades y requisitos fundamentales de todo escritor profesional.”
Y yo no me atrevo a agregar nada más.