Había una vez una narrativa diferente

Las malas, libro compañero de días y noches esta última semana

Muchas veces dudo sobre lo que escribo. ¿Tiene el texto la forma correcta? ¿Es original? ¿Pueden estos versos llamarse poesía? ¿Puedo yo moverme con propiedad en un género como ese? Muchas veces veo dudar a mis estudiantes sobre lo que escriben. ¿Es interesante este texto? ¿Le importará a alguien aparte de mí? ¿Esto que estoy desarrollando puede convertirse en una novela? ¿Puedo yo sostener un proyecto como ese?

Por lo general, me cuesta menos disipar la duda en les otres que en mí. Supongo que es normal, tampoco se nos enseña mucho acerca de la autoconfianza. Pero no es sobre eso que quiero escribir hoy sino sobre algo que quizá esté incluso por encima de nuestras dudas; que quizá se encargue de sostenerlas, bien alimentadas, subyaciendo dentro nuestro a la hora de crear. Como parte del inconsciente colectivo, casi. Como parte de las convenciones que hacen a “la buena redacción.”

Solemos reírnos de los clichés, de los comienzos con el clásico “había una vez…” y de los finales felices; de los desarrollos en los que todo es predecible y de los personajes a quienes podríamos adivinarle cada línea de diálogo. Los vemos en películas y en narraciones de cualquier tipo. Han existido antes, existen ahora y probablemente seguirán existiendo porque, más o menos escéptico, siempre encuentran a su público, muy numeroso, por cierto.

¿Es que acaso los creadores no saben escribir de otro modo? ¿Es que las guionistas no aprendieron sobre narrativa? Sí que aprendieron, tan bien que saben cuánto funcionan los esquemas narrativos que, de tan conocidos y como tantas otras cosas en la vida, ofrecen seguridad. Para quienes las escriben y para quienes las reciben como lectores o espectadores. Hay algo en esa costumbre de saber por anticipado que termina resultándonos más cómodo en algún sentido. Y esto puede observarse en los dos extremos: en aquel que puede resultarnos más simple (la fórmula que se cumple a rajatabla en ciertos géneros, por ejemplo) y también en el más complejo (la idea de “escribir en difícil”, casi herméticamente, para que algo pueda ser considerado como intelectual).

La creencia ciega en ambos puede ser peligrosa. Por un lado, porque no deja sitio para toda la diversidad que puede haber entre medio, entre los que no escriben siguiendo una receta pero tampoco aspirando al Nobel de Literatura; y, por otro, más grave desde mi punto de vista, porque no deja lugar a la experimentación, a la excepción a la regla, a la irrupción del subgénero, al surgimiento de nuevas voces o, lo que es más importante todavía, a nuevas formas de hacerse oír.

La uniformidad nos tranquiliza. El prejuicio nos ayuda a categorizar. O somos uno, una, une más. O no seremos nunca como quienes tienen el don de la quintaesencia del arte, así que para qué preocuparse; sigamos leyendo y viendo para criticar o admirar aquello digno de una cosa o de la otra. Como quien elige a sus amigues por sus afinidades y nada más que por eso, desconociendo la rica aventura de adentrarse en otros mundos.

Pero hay momentos en que nuevas narrativas surgen, siempre de la mano de quienes están dispuestos o dispuestas, como en los casos a los que voy a referirme ahora, a romper con el discurso imperante. Siempre, también, con una gran necesidad de hacerlo, al comprobar que lo que tienen para contar no está siendo contemplado por nadie. Ni por quienes escriben ni por quienes leen. La dramaturgia de la vida se impone a la de la literatura.

“La Delirio me grita en la calle:
¡Ella, la poeta, 
qué pretenciosa sos, me dice, 
cuando decís que escribís poesía!
Pero nada de lo que vos lees rima
escribir es otra cosa
no lo que vos decís que hacés 
la escritura, primero que nada, 
es de cosas bellas, no porquerías
la escritura no puede ser
las mismas conversaciones
de todos los días
ni mis problemas
Si el “Este me pega”, 
eso nunca puede ser literatura. 
Siempre he vivido con personas 

que me han pegado
Mi mamá, mi hermano, mi primo. 
En el colegio, en la calle, 
los hombres, otras travestis, 

la policía. 
Por mala, dicen, 

por maltrecha, 
por no quedarme callada, 
por contestar rabiosa. 
Me han pegado cachetadas y puñetazos
en la cara, en las costillas y en los testículos
Si me arrodillaron a guaracazos, 
a nadie nunca le importó. 
Las cortadas que tengo
no debieran ser
ni una palabra que recordar
sino todo lo contrario
pura vergüenza y fracaso
la poesía, como vos decís
no es ni amarga, ni venenosa, 
como nosotras.”

Lo que acaban de leer es un poema de la chilena Claudia Rodríguez, escritora y activista trans, que en pocas líneas nos regala, a la vez, un universo y su cosmovisión, un personaje y su lenguaje que, desde el nombre, ya es distinto a todo lo que hemos leído antes. Y eso que la Delirio tiene las mismas ideas que nosotres: la poesía es otra cosa. Es Bécquer, Amado Nervo, Neruda, Rubén Darío… Alfonsina, Gabriela, Idea… Sin embargo, y citando a Gustavo Adolfo, “¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía eres tú.”

En la maravillosa charla TEDxCórdoba Profunda humanidad, la escritora trans argentina Camila Sosa Villada, autora del igualmente maravilloso libro Las malas (inspirador de todo lo que pueda resultar de este texto mío hoy), le pregunta al público presente si pensaron alguna vez “que la poesía podía tener una forma tan concreta.” Esa forma a la que se refiere es parte de su propia historia, la de una mujer embarazada a la que conoció, ejerciendo ambas la prostitución en el Parque Sarmiento. No tiene mucho de refinado el concepto, de metáfora alada. Tiene más bien de realidad. ¿Y quién dijo que la poesía no podía ser sobre eso que tenemos frente a los ojos y que nos oprime el pecho haciendo resignificar el sentido y la belleza?

Tal vez no sepa bien todavía a qué voy con todo esto, es cierto. Pero equivale a lo que estas dos mujeres que cito me han hecho pensar en estos días (y si he aclarado que son trans es porque se trata de una reivindicación que ellas mismas hacen sobre la esencia de lo que escriben; sobre la “furia travesti” de la que habla Camila, sobre la autoproclamación de Claudia Rodríguez como “Miss Sida”). Y si tengo que concluir algo antes de publicar, podría ser que, en el proceso de escritura, encontrarse en una forma de narrar hace a la voz, hace al estilo, pero también hace al mundo que habitamos. Si nos ponemos a pensar, mucho de lo que sabemos sobre nuestra historia (la personal y la colectiva), nos ha sido contado. Mucho de nuestra identidad (una vez más, personal y colectiva) ha sido construido sobre esa base. Y si la narrativa es, siguiendo al diccionario, la “habilidad o destreza de contar algo”, cuán importante será darle lugar a la mayor diversidad de narraciones posibles. Porque a este mundo que habitamos lo hacen sus seres, narradores y narradoras responsables de su imaginario.

Interrumpo la redacción de este texto para tener una charla Zoom con Claudia Mera, escritora amiga. Hablando de otra cosa que termina siendo la misma que esta, Clau me dice “si queremos vivir en un mundo diferente, tenemos que escribir diferente.” Coincido. Le cuento sobre este futuro posteo que aún no logro terminar y le aseguro que le pondré fin haciendo mías sus palabras. Retomo. “Identidades diferentes, formas diferentes, estilos diferentes. Otra manera de relacionarnos con la ficción.”

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