En un avión rumbo a Panamá, 09-09-2022

Terminar un libro que te gusta (mucho más que eso: que te encanta, que te subyuga, que te deslumbra, que te compromete) nunca es una experiencia del todo grata. Por un lado, está esa ansiedad previa por avanzar y saber más, por entregarte a él por completo; la misma que va desvaneciéndose conforme las páginas se agotan y ves que te queda poco, que tendrás que despedirte, pasar a otra cosa, volver a tu vida, ¿pero cómo se sigue? Ningún libro podrá ser como este.

La sensación que tengo hoy al terminar El invencible verano de Liliana, al quedarme con él entre las manos como si el tiempo se hubiera detenido y un poco yo con él, es diferente. Es de conmoción. Y se me viene a la cabeza de forma automática la palabra cosmovisión, nomás por pura rima asociativa, pero me viene bien de todos modos porque creo (siento, sé) que hoy lo termino con una visión del mundo distinta.

Del mundo real, este en el que vivimos, con su tanta belleza y su tanta mierda; y del mundo que abre y habilita la posibilidad de la escritura, del uso literario del lenguaje, del que sirve (y que a veces no alcanza) para nombrar la misma belleza y la misma mierda.

Me pienso a mí a los 20 años y descubro, no sin angustia, que no recuerdo tantos detalles. No creo que se trate de falta de experiencias vitales, tampoco de memoria, sino de que ha pasado tanta cosa desde entonces. 16 años para ser exacta, y no me imagino hablar de mi vida, hablar de mí, sin todo lo que pasó por ellos.

Pienso entonces en Liliana, la protagonista, y en sus 20 años. Los que vivió antes de que su feminicida la asesinara (un ex novio, llamado Ángel González Ramos, todavía prófugo) y se me encoge el alma a la vez que se me rebela y se azuza como un fuego; por ella, por su hermana, Cristina Rivera Garza, que escribió (y transcribió) su historia; porque hemos sido borradas y porque ahora estamos cambiando esa historia, incluso para atrás. Resignificando. Redefiniendo. Inventando palabras que tengan el alcance suficiente, que cubran todos los matices, que no dejen lugar a las ambigüedades. Para evitar, por ejemplo, lo que le pasó a Liliana 30 años atrás, cuando aún no existía la palabra feminicidio; cuando su familia tuvo que aceptar con resignación que se hablara de un “crimen pasional”.

Recuerdo la primera vez que vi este libro en el escaparate de una librería. Fue también la primera vez que fuimos a conocer el sur de la Ciudad de México, al barrio de San Ángel, así que habrá sido poco después de que llegamos al país, a fines de 2020. Paramos en el camino en la cafebrería El péndulo. Me llamó la atención el título, la foto de portada, la autora desconocida hasta entonces para mí (estaba -y continúo- ávida por conocer escritoras mexicanas). Leí la contratapa un poco por arriba, como hago siempre, porque me cuesta concentrarme en esas cosas y porque prefiero guiarme por mi instinto. Pero lo que leí me atrajo, me atrajo mucho, aunque lo imaginé triste. Miré el precio y vi que excedía el límite que me había autoimpuesto para la compra de libros de ese mes un poco desatado en gastos, que siempre son en libros. Le tomé una foto a la portada para no olvidarlo. Ya volvería por él.

Me tentó un par de veces más durante 2021, mas seguía esperando la edición de bolsillo. Pero su autora visitaba este mes la Feria Internacional del Libro Universitario y me dije que era una excelente excusa / oportunidad. Hoy sé que fue la mejor forma de haber llegado a él, para valorar como valoro su firma en la primera página, y para poner lo que leo en relación con la calidez y la lucidez de la mujer valiente a la que oí hablar hace unas semanas sobre una escritura que precisó procesar durante 30 años. “Todos los libros que escribí antes me prepararon para este, para escribir la historia de Liliana”, dijo, y recordarlo me conmociona una vez más.

Estaba leyendo otro libro y yo, fiel seguidora del orden de lectura, tuve que interrumpirlo. En estos días, leí en el metro, en la cama antes de dormir y al despertarme, en el baño, en la cocina, en la fila que tuve que hacer para subir al avión en el que terminé de leerlo. El trayecto de los libros. Antes y después de llegar a una. Haciéndote volar incluso sin andar todavía por los aires.

Una pregunta tonta pero verdadera me asalta de pronto al mirar a mi alrededor. ¿Liliana habrá llegado alguna vez a viajar en avión? Pienso en si su hermana se habrá hecho también esa pregunta, en las idas y venidas de su vida entre Estados Unidos (donde ejerce como profesora distinguida y fundadora del doctorado en Escritura Creativa en español en la Universidad de Houston) y México (el país al que, aunque le duela, siempre vuelve). Miro por la ventana. Las nubes, el cielo, las nubes, los rayos del sol. El mundo es inmenso. Y a alguien se lo arrebatan a los 20 años.

Acabo de terminarlo y me tienta volverlo a empezar. De atrás para adelante. O por el medio. O al azar. Dejarme descubrir otra vez por la historia, tan íntima y tan reconocible a la vez. Tan única Liliana y tan nuestras amigas, nuestras hermanas. Tan nosotras.

Me pasa lo que siempre cuando un libro me encanta, me subyuga, me compromete: deseo que lo lea todo el mundo. Pero todo. Empezando por la parte que más quiero. Planeo prestarlo, recomendarlo, regalarlo, exigirlo. ¿En Uruguay ya estará a la venta? Me parecería un despropósito si no. Un despropósito con dimensiones de tragedia. Planifico clases que lo incluyan, cómo no. Y fantaseo con invitar a Cristina Rivera Garza a dar una charla en la Escuelita de Autoras que, de tan necesaria, sería abierta para todo el mundo, el mismo de la belleza y de la mierda. Sólo de ahí, de eso, de ambas cosas, puede salir un libro como este.

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